Opinión

El amor en otro cuerpo: en honor al Día de la Visibilidad Trans

El amor en otro cuerpo: en honor al Día de la Visibilidad Trans

El día que se reconoció como mujer, una nueva etapa en la vida dio inicio para Paulina Aguilera. Lo supo desde la infancia. En su caso, no hubo un suceso fortuito, un acontecimiento inesperado, un episodio que marcara un parteaguas en su vida. No: desde que tenía cuatro, cinco años, al mirarse frente al espejo no lograba identificarse con la mirada que le regresaba el reflejo de su propio rostro. No sentía ninguna pertenencia con aquel niño lánguido y mirada de huérfano, que iba perdido por los precipicios de la infancia como una mariposa sin rumbo.

Entonces todos le conocían como Samuel, que fue como quedó registrada un 17 de agosto de 1994 ante las instituciones civiles de Guadalajara, y con la firma de dos testigos casuales. Tuvieron que pasar muchos años para que Paulina encontrara su propio nombre. A pesar de todo, considera que sus años en el colegio católico fueron determinantes en su vida. No guarda rencor contra la severidad de los sacerdotes, la crueldad de los acólitos, la sevicia sin límites de los niños, y los romances furtivos en los recovecos de la sacristía de San Sebastián de Analco. En lugar de eso lleva purificada en su melancolía las figuras del Niño Dios con sus vestidos de dosel, los santos con pómulos radiantes y túnicas resplandecientes, el Jesucristo crucificado pero con unas pestañas de envidia, y los mártires travestidos con todo tipo de túnicas dignas de las reinas de belleza. Pero entonces Paulina pensaba que debía esperar hasta que le llegara la muerte, pues solo en esa otra vida le sería permitido vestirse como lo anhelaba en el fondo de su alma.

Carmen Aguilera, su madre, tampoco le puso las cosas fáciles. Era una mujer joven, trabajadora y con muchos miedos, pero con un carácter que espantaba hasta las piedras. Tuvo todas las alternativas posibles para rehacer su destino, pero nunca quiso superar el rencor contra su esposo, el padre de Paulina, que la abandonó durante el embarazo, y alrededor de esa amargura cimentó su vida. Desde años muy tempranos, Carmen identificó al instante las inclinaciones en el corazón de Paulina, pero en primera instancia dio por hecho que eran las confusiones de la infancia, y no le dio importancia. Sólo hasta que le vio usando sus vestidos floreados, sus tacones y diademas de oro, utilizó todos los recursos del espanto para ponerla en su lugar.

En vano fueron los golpes, los escarmientos, las amenazas, las lágrimas y las súplicas. La llevó con psicólogos, con expertos en infancias y supuestos sabios de los asuntos sexuales, pero Paulina era impenitente a toda lógica. Finalmente, Carmen decidió recurrir al silencio, dejó de dirigirle la palabra a su hija, y la abandonó a su suerte. Aún ahora, casi dos décadas después, sigue sin hablarle. Para entonces Paulina ya era una adolescente, y se refugió con la única persona en la familia que no le dio la espalda: su abuela Paulina. Era una mujer que se volvió adolescente en la madurez de su vida, y que decidió hacer uso de toda la rebeldía que le fue negada en su juventud. La abuela fue la primera persona en el mundo que vio a Paulina vestida de mujer, a los quince años, y cuando la atestiguó con una falda de preparatoria, los párpados pintados del color de las jacarandas, y los labios radiantes como una rosa fresca, siendo más ella misma que como no lo fue nunca en la infancia, disimuló con un suspiro breve su impresión del tamaño del mundo.

-Bájale unos deditos a esa falda -le pidió, sonriendo-. No me quieras dar un infarto.

Fueron años más tranquilos, pero no carentes de dificultades. Entre ella y la abuela salieron adelante. Todavía eran épocas en las que la visibilidad trans era nula o inexistente, y donde Jalisco estaba gobernado por el conservadurismo panista de Ramírez Acuña y Emilio González Márquez. Su juventud fue una primavera que eclosionó en la sombra, porque el mundo todavía era inseguro. Ante el acoso escolar vivido en la Universidad de Guadalajara, Paulina tuvo que terminar la preparatoria y la licenciatura en línea. Si no eran los alumnos quienes la acosaban, eran los maestros; las alumnas ponían el grito en el cielo porque decían que un hombre había entrado al baño de mujeres, y las administrativas prehistóricas la llamaban Samuel porque así decía en su acta de nacimiento. Paulina tuvo sus romances, sus amores efímeros, y decidió no volver a confiar jamás en ningún hombre que le prometía el mundo, pero desde las sombras. Muchos de los amantes que le juraban amor eterno eran expertos en ocultar sus matrimonios felices e hijos intachables. A Paulina ya no le importa el amor: si llega, llegará. Hay cosas más importantes en la vida.

No fue sino hasta hace pocos años que las cosas comenzaron a cambiar de verdad. Paulina no recuerda en qué momento comenzaron a tomar tanta fuerza los movimientos LGBT+, las marchas feministas, y los gremios transexuales en Guadalajara. En qué momento, como ella misma menciona con una carcajada, Guadalajara se volvió “tan jota”. -Que siempre lo fue-, afirma, “pero desde lo mojigato”. En qué momento los jóvenes comenzaron a dejar los prejuicios, a cuestionarse lo normativo, a levantar la voz por todos a quienes acallaron por décadas. En qué momento tuvo tanta libertad para ser ella misma. “Estoy a punto de cumplir 30 años y nunca me había sentido tan yo”, afirma. “Las nuevas generaciones no tienen idea de todos los cambios que están haciendo”.

Paulina es supervisora en una tienda de ropa en Obregón, los clientes la tratan con respeto, y en sus horas libres da clases de inglés. No tiene buenas manos para las plantas, el arroz siempre se le quema pero hace una pasta de camarones para morirse, y todos los domingos recorre en bicicleta los kilómetros que conforman la Vía Recreativa. Vive cerca del Parque Rojo, y detesta a los gringos argüenderos y a los extranjeros gentrificadores. La mujer de su vida, su abuela, se fue durante la pandemia de COVID-19, y es un dolor que todavía no supera. Vive tranquila; tiene a sus amigas, a gente que la quiere con el alma, y ha encontrado redes de apoyo, camaradería y afecto en los diversos gremios de mujeres trans. Pero la vida no es fácil. Sabe que aún queda mucho trabajo por hacer, que México solo cambia en la superficie y en discursos políticos, pero que mantiene intactas sus raíces más arraigadas del prejuicio. Los ataques vienen de todos lados: del gobierno, de los padres de familia, de la religión, de las feministas radicales con su odio espantoso, y de los académicos con sus argumentos de la biología. “Vivimos en un país donde nos desprestigian y nos matan a diario”, dice Paulina, “y donde la categoría de trans es una de las más vistas en las páginas porno”.

Paulina no sabía que existía un día de la visibilidad trans. Pero ahora lo celebra, lo honra, y lo lucha a diario. No es solo un día al año: es una batalla de todos los días. Festeja que haya mujeres trans que hayan atacado el Congreso. Celebra que salgan a las calles, que se besen en público, que tengan familias y esposos, que tengan el foco de los reflectores y la atención de todo el mundo, para que nadie se quede sin saber que existen. Tiene esperanza en las nuevas generaciones, en los niños cada vez más libres, en las juventudes cada vez con menos prejuicios, en un México seguro para todxs.

“Para todas las mujeres, hombres e infantes trans: que nunca más nos vuelvan a decir cómo debemos ser”.

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